¿Por qué lloran los niños en el pediatra?

01/12/2016

Pediatra

¿Por qué lloran los niños cuando van al pediatra o al dentista o, incluso, en la peluquería? Bueno, lo del dentista lo entiendo porque yo también lloro. Miedo, miedo al posible dolor, miedo a lo desconocido, miedo a lo experimentado previamente. Me vienen a la cabeza mis recuerdos de adolescencia cuando me sentaba en el diván, no para eso de “cuénteme como se siente”, sino para lo otro. Recuerdo la voz imperativa que decía “abre la boca, bonito” y ya sabías lo que venía después, el llanto y el crujir de dientes, nunca mejor dicho. Yo tengo un trauma con esto, fijo, con aquel dentista al que me llevaban mis padres de pequeño. Eran otros tiempos, y aunque ya no eran barberos, el negocio no debía dar para mucho y aquel hombre tosco ahorraba en anestesia para poder ofrecer unos precios ajustados en un barrio obrero.

Hoy, mis amigas Teresa y Daniela, y los otros odontopediatras que conozco, desarrollan unas habilidades impresionantes para conseguir la colaboración del peque en una situación no agradable, pero necesaria. Abren la boca solos sin exigírselos ni obligarlos.

Decía al principio que en la peluquería también lloran, esto es más lógico ya que no tiene por qué coincidir su gusto estilístico con el de la madre y es previsible que se resistan a ser humillados con ese peinado tan demodé.

Pero ¿por qué los niños lloran en el pediatra?

En mi caso, me presento como un amigo, les saludo de forma amigable, además, no llevo bata, que muchas madres lo dicen como si tal artilugio fuera el disfraz de Scream o del médico de la peste veneciano, no me gusta llevarla aunque arriesgue vomitonas y pises que esquivo con gran habilidad desarrollada en muchos años de profesión. No pincho a los niños y no les meto el palote de madera hasta la epiglotis, porque, como ya dije antes, los peques saben abrir la boca ellos solos, tan solo hay que pedírselo por favor. No pincho a los niños ni receto inyectables desde hace 20 años, hay alternativas en atención primaria, tan solo las vacunas que ponen las enfermeras y jamás estoy presente en ese acto para que no se me relacione (cobardía pura).

Además, sé que tengo que acercarme con respeto, pedirles permiso y explicarles qué les voy a hacer. Les hablo pausado y bajito, tengan la edad que tengan, y a veces parece tonto explicarle a un bebé de seis meses lo que estoy haciendo: «voy a escuchar tu corazón, tocaré tu tripita, etc.…» El tono de voz es muy importante.

Pero, aún así, todavía no me he levantado de la silla y el niño ya llora. Algunos al entrar por la puerta ya lo hacen berreando como locos. Debe haber otra cosa que interfiere, no debo ser yo solo, ni siquiera la fama adquirida desde lustros por mis insignes predecesores, ni siquiera lo que el hermano mayor les haya podido prevenir, algo más debe haber.

¿Los padres?

Ya es sabido que muchos usan frases como “pórtate bien o te pinchará” o “no, si es para mamá, no te preocupes” o, al revés, llevan a los críos a traición sin contarles lo que va a pasar y luego zasca, “rejonazo en todo lo alto”. Frases detestables y amenazantes, engaños generadores de miedos y desconfianzas, pero igualmente hay gestos, lo que hoy día se llama el lenguaje corporal, que generan también inseguridad en el bebé o no tan bebé.

  • Impedir el llanto a toda costa.
  • Taponarle la boca con el chupete.
  • Cantarle para sobrepasar el nivel sonoro del llanto.
  •  Ponerles Pepa Pig en el móvil para hipnotizarle, supongo, menos mal que ya no se llevan los insufribles Teletubies.
  • Hacer las clásicas palmitas o los cinco lobitos ya en desuso en esta era tecnológica.
  • Y por supuesto, el clásico, abrazarle casi hasta ahogarle para que no se separe ni un milímetro no sea que el entorno pueda herirle.

Todo esto denota inseguridad, le estamos transmitiendo nuestro miedo y nuestra desconfianza, le estamos diciendo papá o mamá te protege de este tipo, este señor es malo, aguanta lo que puedas que papá está aquí “sé fuerte Luis” y si algo se tuerce te rescataré.

Muchas veces tienes también que pedir permiso para poder acceder a la camilla donde han depositado con gran cuidado al bebé o siguen abrazando al infante, donde llevan diez minutos para quitarle la chaquetita, que luego con el bodi y el pañal será otra lucha que requerirá más de tu escaso tiempo. Explorarlo se convierte en un problema no de técnica o de sabiduría, sino de espacio para poder maniobrar con un mínimo de holgura sin rozarte con los progenitores, que no pasaría nada, pero no está bien visto hoy en día y menos sin confianza y en un ámbito estrictamente profesional y sin gin-tonics de por medio.

Yo les hago la siguiente pregunta que supongo descoloca:

– ¿Os fiais de mí? No profesionalmente que si habéis venido se supone que sí, ¿pensáis que le voy a dejar caer, que le voy a hacer daño?

Sí, sí nos fiamos, claro

Entonces porque no me lo dejáis. ¿Seríais capaces de sentaros en las sillas al otro lado del despacho y dejar que le explore yo solo? ¿Serías capaz de hacerlo? Piénsalo en la próxima visita al pediatra con tu hijo o tu bebé. En ese momento, acuérdate de mí.

Jesús Martínez
Publicado íntegramente en El País, el 10 de octubre de 2016 http://elpais.com/elpais/2016/09/27/mamas_papas/1474989037_195486.html

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