El ritmo del semáforo
01/04/2015
A veces cuando miro las estrellas, me acuerdo de aquella película “2001 un odisea del espacio” (Stanley Kubrick), y de cómo todos esos cuerpos celestes y naves futuristas giraban sobre sí mismas, envueltas en una danza marcada por el ritmo de un Vals.
Ambas piezas, la melodía y la película sintonizaban formando una armonía perfecta, profetizando desde distintas épocas, una realidad que podemos tocar casi aquí y ahora. Algo que siempre me llamó especialmente la atención del film,es cómo los dos artistas, tanto Strauss como Kubrick, tomaron como modelo para construir su discurso, no sé si de manera intuitiva o inconsciente, el comportamiento cíclico de muchos de los fenómenos que nos rodean. Nuestra existencia se apoya continuamente en estructuras cíclicas que marcan nuestro ritmo vital: días, semanas, meses, estaciones, años, ritmos astrales, ritmos biológicos, ritmos naturales. ¿De qué forma participamos en ellas?¿Cómo condicionan nuestro ritmo vital?¿Cada uno poseemos un ritmo vital? El ser humano se esfuerza por estudiar cómo estos ritmos heredados nos influyen y marcan nuestras vidas.
Como humanos desde antes de nacer necesitamos mucha ayuda para satisfacer nuestras necesidades, pero una vez resuelto este pequeño inconveniente, -Hola Mamá-, nuestro cuerpo parece arreglárselas solo para mantenerse en equilibrio, intuitivamente sabe contactar con los estímulos exteriores y con las sensaciones interiores, un cuerpo sano parece no tener demasiados problemas para conseguir esa Homeostasis. A medida que vamos adquiriendo experiencias esa capacidad de relacionarnos con nosotros mismos y con el entorno empieza tomar cada vez más peculiaridades. Las investigaciones apuntan a que además de una tendencia innata de origen genético, son los estímulos exteriores y sobre todo las relaciones con nuestros semejantes las que empiezan a dar un aspecto singular a nuestra estructura emocional (Bowly). Es lógico suponer que es la atención a la evolución de esa singularidad a la que debe estar atento el cuidador del niño, con el fin de formar parte positiva de ese desarrollo equilibrado y del ritmo adecuado que necesita el organismo para crecer de manera sana. ¿Qué ocurre cuando renunciamos a atender esa singularidad?, ¿o cuando como receptores hacemos caso omiso al ritmo peculiar de ese organismo que crece?
Hubo un momento en que el hombre en su carrera por manipular su entorno para cubrir sus necesidades, empezó a relacionarse con las máquinas, en teoría según la propia filosofía del paradigma tecnológico, para tener una vida mejor, ¿Pero a qué precio?. En el siglo XIX, en la nación de Prusia, fascinados por el paradigma industrial, idearon desarrollar un sistema educativo, con la misma filosofía que se implantaba en las plantas de fabricación de cualquier otro producto. Generar ciudadanos con molde muy determinados (manipulables), el mayor número de ellos y lo más rápido posible. Lo mejor de todo es que este sistema se exporto al resto del mundo. ¿Qué pasó entonces con aquella“singularidad”?.
Hoy en día en el mundo occidental, las máquinas nos rodean y forman parte de nuestro día a día, dependemos en gran parte de ellas para satisfacer necesidades tan básicas como: alimentarnos, calentarnos cuando hace frio o incluso para tener relaciones sociales. Compartimos con ellas gran parte de nuestro tiempo y de nuestra cotidianeidad, han entrado en nuestras vidas. Pero esa relación, como cualquier relación no parece ser unidireccional. ¿Qué es lo que hemos tenido que ceder como humanos para seguir con esta relación idílica?. Recordemos los valores de la máquina: Más cantidad, más deprisa, mejor, más perfecto, esfuérzate y lo conseguirás, más cómodo, mas complaciente. Los desarrollos tecnológicos más importantes se dan en periodos de guerra, ¿nos hemos quedado a vivir en la guerra? ¿Nos hemos convertido inconscientemente en ciudadanos soldado?. Lo que parece evidente es que es el individuo el que tiene que hacer un esfuerzo por adaptarse a este ritmo homogéneo y vertiginoso, renunciando a su singularidad. Todos cruzamos a la vez el semáforo, todos pararemos a la vez en el próximo que esté en rojo.La atención es hacia el exterior, el contacto es con modelos impuestos, se reflejan en el individuo en forma de ideas, introyecciones, emociones vendidas, y cuerpos que no nos pertenecen. ¿Qué pasó con aquella capacidad del neonato para regularse a sí mismo? ¿Qué pasó con la naturaleza heredada? ¿Qué paso con el derecho a nuestra singularidad? ¿nuestro ritmo?
Dejando de lado la posibilidad de que la felicidad de nuestros pequeños dependa directamente de la política de estado, pensemos en las posibles soluciones. En nuestro aquí y ahora social cientos de consultas terapéuticas acogen experiencias de pacientes cuyo malestar se basa en la pérdida de contacto consigo mismos, invierten la mayor parte del tiempo y de su atención en modelos externos impuestos, ya formulados, y la mayor parte de sus esfuerzos en adaptarse a esos modelos. Esos modelos poseen ritmos vitales, que pueden no ser los mismos que cubran las necesidades del paciente.A mediados del siglo pasado nuevas prácticas psicológicas subrayan la necesidad de otras formas de trabajar en terapia,uno dos referentes más comunespara redefinir este paradigma se basa en subrayar la importancia de recuperar el contacto con nuestro cuerpo, en volver a oír nuestro interior, en la escucha de nuestro ritmo vital. Muchas de estas nuevas prácticas psicológicas tuvieron que volver los ojos a oriente para recuperar referentes teóricos y técnicos para esa labor de recuperación.
La PHI participa de este nuevo paradigma y su modelo basado en una terapia relacional, implica directamente a sus terapeutas. Ellos deben ser el modelo de cómo sus pacientes deben respetar el contacto con lo más inmediato, con su cuerpo, con sus ritmos vitales, con su singularidad, su creatividad, autonomía y capacidad de de elección. La escucha del terapeuta, la relación con su cliente, servirá de guía a la escucha que el paciente debe hacerse de sí mismo, y de esta manera recuperar la confianza sobre aquella herencia natural que nos hemos arrebatado a nosotros mismos. El objetivo básico del terapeuta humanista integrativo es sintonizarse con el ritmo de su paciente, de forma que puedan imbuirse en una danza llena de respeto y armonía, como hacían aquellas naves futuristas de la película. Pero esta vez no hace falta que esta danza sea perfecta como las máquinas, porque lo que nos diferencia realmente de ellas, es que nosotros somos el verdadero modelo.
Luis Almarza
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