El bebé y el santo

01/05/2005

El recién nacido experimenta con su madre un momento de unión extraordinario. Quizás el recuerdo de este estado sea el origen de toda experiencia espiritual…

Cuando inicia su andadura en este mundo, el bebé se encuentra en lo que yo llamaría un “estado de ser”: él es su corazón, su respiración, y él y su madre forman un todo indiferenciado. Gracias a este estado inicial surge en él una seguridad básica y toma cuerpo un estado al que podríamos denominar espiritual, en tanto que permite que el espíritu viva, libre de todo pensamiento, de todo sentimiento y de cualquier imaginación. Y si luego, en el transcurso de su vida de adulto, su equilibrio se siente amenazado, acudirá a esta base de seguridad.

Gracias al pediatra y psicoanalista inglés Donald W. Winnicott, que atendió a más de 60.000 madres y bebés a lo largo de su vida profesional, podemos entender hoy hasta que punto el bebé “es” su madre, y como le resulta vital que su madre sea también él. Con la aparición de la “empatía” – especie de locura sana que aparece en la madre cerca del tercer mes previo al parto, y que se prolongará hasta varias semanas después del mismo- en la madre se instaura la ilusión de conformar un solo – e mesmo- ser con su bebé. Esta empatía es fisiológicamente comprobada por un aumento del nivel de progesterona en el organismo, y va a ser el bebé quien equilibre al pasar de un estado de dependencia absoluta a otro de dependencia relativa.

Este estado de empatía es tan profundo que cuando una madre pierde al bebé antes de que este la deje liberada de este estado, se siente prisionera de el y no podrá expresarlo hasta que otro bebé venga a ocupar su sitio dentro de ella.

CUERPO A CUERPO

En este estado en el que el bebé es su madre, y viceversa, entre los dos forman un solo ser, por lo que, en esta fase, no habrá ni ideas, ni sentimientos, ni imágenes entre ellos. El psicoanalista hindú Sudhir Kakar, en la misma línea que su homólogo inglés, escribe: “La relación fundamental (…) los cimientos de la persona, es la díada madre-hijo al comienzo de la vida”.

Cuando hablo de la espiritualidad en el bebé, me refiero justamente a este estado original ( o unitario), en el que él es su madre, y, a través de ella, el universo entero. Este estado arcaico es lo que aprehende y trasciende el misticismo, y la ascesis, lo que pretende, es “introducir el espíritu en el corazón” por medio de la oración. Escribe Eugène Herrigel en La vía del Zen, refiriéndose al estado de “satori” (iluminación): “Quizás esta manera de contemplación sea la reconstitución de un comportamiento que casualmente adquirimos en nuestra infancia”. En una conversación mantenida con él, el maestro Zen Taisen Deshimaru establecía un paralelismo entre el estado de “satori” y ciertas experiencias de los comienzos de la infancia donde, decía, en una absoluta concentración de una subjetividad y de una intensidad increíbles, se ve , se vive, se aprehende y queda uno aprehendido al mismo tiempo. ¿Acaso no es así como juegan los niños?

Por su parte, la psiquiatra infantil Françoise Dolto escribe: “En las sociedades occidentales, el sofisticado modo de vida, demasiado alejado de la naturaleza, provoca rupturas brutales en la díada madre-bebé, rupturas que provocan sufrimiento debido a que no se pudo dar una verdadera y sana separación”.

De hecho sabemos que dos tercios de los niños que viven en sociedades industrializadas carecen de vida familiar. A partir de los dos meses de edad, son socializados en guarderías. Esta separación conlleva sufrimiento e impide acceder a una vida social sana, lo que explicaría en la mayoría de los casos el incremento de los suicidios entre jóvenes, la toxicomanía y también la delincuencia, como síntomas de estas separaciones tempranas que no duraron suficientemente para que surgiese el apego. “Es una de las causas de psicosis infantiles hoy en día. Cada cual es portador de un capital genético que le permite, o no, soportar rupturas si antes no son preparadas, o mediatizadas, por la palabra o por los gestos portadores de ritmos tales como dar el pecho, mecer o coger en brazos.” (Françoise Dolto)

El amamantar es la prolongación exterior de un vínculo líquido con el interior del cuerpo de la madre, vínculo semejante al del bebé con la placenta en el interior del útero. Los balanceos rítmicos bilaterales son la prolongación de los balanceos percibidos antes del nacimiento. En cuanto a la presión del bebé contra el cuerpo de su madre, tiene un triple poder de recordarle la presión tranquilizadora del útero – continente perfecto perdido al nacer -, de recuperar los ritmos de su respiración y los de los latidos del corazón. Esta continuidad rítmica asegura la “continuidad del ser”.

Métrica del mundo

La naturaleza es una sinfonía;

todo en ella es cadencia y medida;

y casi se podría decir que Dios hizo el

mundo en verso.

Víctor Hugo

Montón de piedras (1851 – 1853)

Acerca de las causas de los trastornos que hoy en día se dan en el seno de la infancia, la opinión de Françoise Dolto es de que son debidos a la ausencia de contacto cuerpo a cuerpo con la madre: “Antes, un niño recuperaba siempre que quería el ritmo de esta existencia pulsional. Siempre que la madre lo cogía en brazos y le daba de mamar, las vibraciones de la voz materna le llegaban hasta el estómago. Si una madre le habla a su hijo cuando le da pecho, las vibraciones de su voz serán transmitidas por esa tibia corriente líquida que penetra en el interior del pequeño, y deposita en su cuerpo mismo un mensaje de amor…”

¿Acaso no está en estas rupturas de continuidad de los ritmos corporales la clave de la pérdida actual del sentimiento de unión?

EL LUGAR DEL CORAZÓN

Los contemplativos acuden al ritmo como medio de unión. Trabajé varios años con ciertas comunidades contemplativas cristianas (carmelitas, benedictinas, dominicanas, clarisas y franciscanas), y los momentos importantes de su vida contemplativa consistían en la práctica en común de oraciones salmonizadas. En esta órdenes, el canto es fundamental, no tanto por el contenido de los textos que se recitan como por la partición rítmica de la melopea.

La labor rítmica, que exige una respiración común, me trae a la memoria, con la salvedad respecto de la intensidad de la participación corporal, el “zikr” (o “dhikr”), la oración en ladino de los sufíes de Afganistán, que he presenciado. En ella, el ritmo y su aceleración agitan el cuerpo entero hasta la pérdida de la consciencia de uno mismo. La conjugación rítmica cardio-respiratoria adormece las ideas y sólo el espíritu late en el corazón. Acordémonos también, en Istambul o en Kenia, de las danzas rituales de los derviches-bujaina en las que, por medio de un movimiento giratorio, los participantes imitan la rotación planetaria, identificándose así con el cosmos por el ritmo.

En todas estas acsesis, la finalidad, más el efecto de los ritmos, tratan de reincorporar el espíritu en el corazón y, al parecer, de reencontrarse de esta forma con un estado original donde a semejanza del recién nacido, “somos” este corazón y este aliento al lado mismo de nuestro “verdadero-ser-nosotros-mismos”, como dice Winnicott. El recién nacido se encarna por el corazón y por el aliento mientras el místico, mediante un acto voluntario de encarnación suprema, regresa a la unidad original.

También los psicoanalistas, bien Wilfred Bion, Donald Winnicott, Marion Milner, bien Françoise Dolto, por tener estudiado el origen de la formación de la psique, están más familiarizados con los estados místicos. Por ellos conocemos esas esferas oceánicas donde se encuentra el bebé, la permeabilidad del pensamiento y además la comprensión del estado anímico del recién nacido. Este “oceanismo” original, este lugar unitario puede ser que sea donde se forman lo que C. G. Jung denominó los “arquetipos”, pre-imágenes que van a dar lugar a la aparición de las formas, el nacimiento de la imaginación.

Todo bebé, niño o niña, hasta el tercer mes de vida en el útero es niña, y el sexo masculino surge del sexo único femenino después de diez o doce semanas de vida fetal. Por lo tanto, todo ser empieza por ser femenino. Según el psicoanalista hindú Sudhir Kakar “el elemento femenino constituye la experiencia más simple y más fundamental, la de ser”. En mi trabajo con las madres y con sus bebés, así como con niños autistas, consideré importante viajar a Afganistán, el pueblo de los malangs, místicos judíos, pues intuía la posibilidad de entender mejor gracias a ellos el origen de la formación del psiquismo. Los locos de Dios sufíes se corresponden con los locos de Dios de la iglesia ortodoxa rusa, habitados por la constante plegaria del corazón. Tuve la suerte de encontrarme con un malang en la gran tierra llana septentrional camino de Samarcanda, no lejos de Cunduz, en la frontera de Uzbequistán. No paraba de entonar salmodias al tiempo que balanceaba el cuerpo de delante hacia atrás. Parecía no ver a nadie, mientras daba respuesta a diversas preguntas de tipo práctico y espiritual que le iban haciendo los campesinos, los nómadas e incluso dignatarios del país que llegaban para consultarle asuntos sobre política. Todos estos místicos es como si se encontraran en un estado unitario donde son el otro y en el que el otro se convierte, por un instante, en ellos. Esto mismo sucede con el estado que comparten el recién nacido y su madre. Es igual que el “uno” recuperado que recita el místico musulmán Hallaj, allá por el siglo IX:

Tu imagen está en mis ojos

Tu invocación en mi boca

Tu morada en mi corazón

¿Dónde puedes entonces tu estar ausente?

¿Qué podemos concluir de las observaciones que sitúan el estado del bebé en el origen de toda experiencia espiritual, y del que conservaremos las huellas “adormecidas” en lo más íntimo de nosotros mismos? Pues que esta experiencia pertenece virtualmente a todos nosotros, que no es ni irreal, ni mágica, ni misteriosa, y que nos une a los demás, y además, con el universo. En todo caso debo añadir que, para la buena marcha de la humanidad, mejor será no confundir los estados existenciales del bebé y el místico. Este es el resumen que de tal semejanza y diferencia nos hace el teólogo ortodoxo Olivier Clément: “Los niños duermen como los santos rezan”.

Varenka Marc

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