Una invitación a charlar

01/02/2018

Desde un lugar llamado mundo en la incertidumbre del momento presente.

 

 

¿Cómo estás corazón?

¿Allí también ha llegado el frío? Supongo que sí, que también es otoño allí. Me imagino los paisajes en tonos ocres, las hojas desperdigadas por el suelo, las primeras nieves… Siempre me pareció precioso en esta época del año y seguro que lo estás disfrutando, a tu manera, templada, tranquila, quizás dibujando ese paisaje bucólico, eso te  gustaba. Siempre tuviste una sensibilidad especial para apreciar los pequeños placeres de la vida, la intensidad de esos momentos de conexión con el mundo.

Ha pasado tiempo desde que nos separamos, nuevas experiencias vividas, personas que han llegado, otras que se han marchado… Estamos en otro aquí y otro ahora. Me alegro de que hayamos encontrado una vía de comunicación, un espacio de encuentro, una forma de comunicación. Contigo he comprobado que la distancia sólo es una llamada, que cuando hablamos me siento en casa. Cuando conectas con alguien así, de una forma auténtica y profunda, una parte de ambos pervive en el otro. Como decía Aristóteles, la amistad es un alma que habita en dos cuerpos.

Acabo de terminar de leer tu respuesta y me siento feliz al saber que sigues iluminando el mundo con tu sonrisa, que vives intensamente y que estás buscando tu propio camino. Me uno a esa tarea de construir mi propia identidad, mi manera de hacer las cosas, las huellas que quiero dejar en el mundo.

A tu pregunta de qué hacer ahora no puedo darle una respuesta. Comparto contigo que la gran mayoría de las decisiones que tomamos no son ni buenas ni malas, tan sólo son.

Cada una de ellas, las que tomamos, las que delegamos, aquellas que posponemos… nos traen a dónde estamos y nos enseñan una lección si nos tomamos el tiempo necesario para aprender. Te diré que tomarás decisiones, te equivocaras, acertarás, asumirás las consecuencias…Las respuestas que buscas tienen que nacer de dentro. Escúchate, cuídate y si eso no funciona a veces sólo queda lanzar una moneda al aire y confiar. Tú eres la clave.

En mi caso lo digo abiertamente, esta incertidumbre me provoca miedo. Termino de ver las noticias con la sensación de que sólo ocurren cosas terribles en el mundo y me siento impotente como individuo. Pienso con ese humor negro tan fino tuyo, “No sé si cortarme las venas o dejármelas largas” y me pregunto qué opinaras tú de todo lo que está pasando.

En estos momentos, cuando las dudas me asaltan o me encuentro desorientada recurro a ti. Me vuelvo a sentar en esa mesa de cálida madera oscurecida, gigantesca, esa que estaba en el salón del piso de Duquesa, ¿recuerdas? Una mesa con sitio suficiente para todos.

En aquellos bancos todos éramos iguales, todos estábamos invitados, donde comen dos comen tres. Y es que en tu casa nos juntábamos todo tipo de individuos por diversas razones, todos unidos por una misma razón, cómo rechazar una de tus invitaciones a alternar. Recuerdo con cariño que allí conversar era un arte, un entretenimiento, un aprendizaje continuo, una ocasión para pulir las artes oratorias. En eso tú siempre fuiste un maestro. Recuerdo que, al terminar de comer, se retiraban los platos, se servía el café y los presentes te mirábamos como hechizados, allí sentado, como uno más, con una copa de coñac en mano, hablando con tu voz pausada casi aterciopelada. Como anfitrión eras generoso en detalles, creativo en la forma de narrar, nunca había dos historias iguales. Era un placer escucharte aunque no estuvieras de acuerdo ya siempre aprendías algo nuevo. Quizás es de ti de dónde viene mi amor por estos momentos, mi habilidad para transmitir, mi sana inquietud por jugar con las palabras.

Y es que creo que en estos tiempos nos hemos olvidado de conversar, hoy en día escuchamos para contestar no para comprender. Veo todo esto y pienso, cómo es posible que en mi breve experiencia viajando haya conseguido entenderme con gente tan diferente a mí y a veces me cueste tanto hacerlo con gente similar.

Mi mente viaja hasta principios de este año, al tiempo que pasamos compartiendo hogar con las familias que nos abrieron las puertas de su casa tanto en Indonesia como en Malasia. Aquellas personas con las que conecté y que me hicieron crecer en la diversidad.

Ya, ya… estando en la distancia ves las cosas de forma diferente. Bueno, mi realidad era totalmente diferente.

La vida era tranquila, tenía el dulce sabor de lo espontáneo, la vibrante sensación del ahora vivido dentro de un caos organizado. Allí, la gente aún alterna en el patio de casas de puertas abiertas, y los niños corretean por las calles entre risas. Qué sonido más alegre el que vine de esas risas de niños libres.

Los mercados están en las plazas de los pueblos y se regatea cada precio (a veces por el placer de la conversación) en sencillos “puestecillos” montados sobre caballetes. Los pollos aguardan dentro de jaulas metálicas a que les llegue su hora y puedes encontrar todo tipo de cosas. Me cuerdo de ti y de las medallas que te gustaba comprar en el rastro. Las carreteras las comparten carros, motos con no menos de tres ocupantes, animales, pequeños “tuktuks” … Y todo fluye de manera tan natural que hasta mis pisadas son más tranquilas y mi respiración más pausada.

Viajar en autobús se convierte en una aventura en la que los billetes se negocian con el conductor en una cuneta, los asientos se comparten, los techos van llenos de fardos atados con cuerdas. Puede parecer poco cómodo, pero es una forma divertida de viajar. Rodeada de gente diferente, observando paisajes que nunca había imaginado, disfrutando del traqueteo del precario vehículo y siendo el foco de los flashes al grito de “eh sir, ¿selfie? Sí, allí yo era el bicho raro, la atracción. ¿Te lo imaginas?

En aquellos días acabamos en un pequeño pueblo en mitad de la selva de Sumatra. Fauzan y Eva nos habían abierto las puertas de su casa, nos invitaron a su mesa, nos regalaron su compañía y nos enseñaron más a cerca de su país.

De ellos aprendimos que Indonesia está formado por más de 17.000 islas y que es el cuarto país más poblado del planeta. Un auténtico revoltijo de grupos étnicos, religiones, idiomas… Con sus propias tensiones, desacuerdos… Conviniendo bajo el lema «unidos en la diversidad». Precioso, ¿verdad?

Las cenas eran un momento para aprender. Eva, que era profesora en un colegio, nos corregía con la paciencia que solo una amante de la educación puede imprimir a sus palabras entre las risas que le provocaba nuestro rudo acento español. Estábamos recién llegados a Indonesia así que conocer más acerca del país y aprender el idioma se tornó vital, incluso para comer, ya que nadie hablaba inglés. A cambio nosotros le respondíamos todo tipo de dudas acerca de España, de Europa, de cómo era nuestra vida allí… Todos compartíamos inquietudes y decepciones de nuestras respectivas realidades. Nos preguntábamos acerca de cómo funcionaban las cosas en Europa y en Asia, comentábamos nuestra percepción como individuos y conocíamos más sobre la cultura, la historia, la sociedad… Lo que mi madre llama el hacer de allí. Siempre desde el respeto.

Éramos diferentes y cómo huéspedes aceptábamos sus normas e intentábamos colaborar en las tareas domésticas, todos contribuíamos en favor de una convivencia satisfactoria.

La intención era quedarnos unos días, como nos pasó a menudo, nos quedamos más de lo planeado. Yo me sentía afortunada de compartir su casa y agradecida por lo que me ofrecían, un modesto colchón en el suelo del salón, un té caliente siempre que fuera deseado, un plato en la mesa, una protección cuando te encuentras lejos de todo lo que conoces. Era todo lo que necesitaba.

En aquellos días comencé a quitarme una venda liviana, casi imperceptible que he ido formando con el paso del tiempo, «la venda de las cosas que se». Estoy convencida, al menos así lo percibo ahora, que todas estas suposiciones e ideas preconcebidas forman una red de seguridad que me ayuda a lidiar con mis inseguridades. He comprobado que no gano nada siendo inflexible, aferrándome a esa seguridad ya que desde hace mucho tiempo la realidad choca contra ella. Cuando esto pasa puedo hacer varias cosas, negarlo y seguir aferrándome a todo eso que se, o ir más allá, ponerlo a prueba. El resultado es que estoy des-aprendiendo y me encanta. Siento más enriquecedor mirar en vez de ver, escuchar en vez de oír, colaborar en vez de competir. Contactar con el corazón abierto, volver a ser un niño.

De aquella experiencia, en mitad de la selva, totalmente fuera de mi zona de confort aprendí que contamos con sobradas herramientas para viajar por este mundo loco que tiene su propio funcionamiento. ¿Sabes qué? Son suficientes porque cuando hay voluntad hay caminos.

Así fue como un grupo de personas que no compartíamos vínculo previo ni de sangre, raíces, idioma, creencias religiosas, estado civil, perspectiva vital, etc. Conseguimos entendernos, nos conocimos, ellos pasaron a formar parte de mí y desde entonces las experiencias vividas siempre me acompañan.  Lo vivido me enseñó de una forma en la que cuesta ponerle palabras, lo integré. En inglés, con palabras en indonesio y castellano, gesticulando con las manos o dibujando en un papel. Todos juntos entorno a una mesa con espacio suficiente, como aquella de mi niñez. Una vez más aprendiendo los unos de los otros.

Como decía al principio, en momentos de incertidumbre es más fácil refugiarse en realidades aparentemente más sencillas, encontrar una forma de negar la realidad, agarrarnos a las “cosas que sabemos». Yo prefiero el encuentro, los grises, la vía difícil del entendimiento donde hay que ceder en favor de una convivencia pacífica. Yo me quiero sentar a tu mesa.

Tal vez, solo tal vez no es tan difícil encontrar una vía de contactar, un lenguaje con el que entendernos, puentes para unir realidades, una forma de convivencia posible si hay voluntad. Puede que sea esa pequeña idealista que vive dentro de mí la que hable, puede ser que desde fuera todo se vea más sencillo.

Te confieso que echaba de menos estos momentos contigo, intentando arreglar el mundo. Durante estas palabras te he sentido a mi lado, acompañándome en mi experiencia, escuchándome con el corazón abierto, no para responder sino para conocer.

Te mando un abrazo, de esos de más de ocho segundos, allí donde te encuentres ahora mismo y me despido con ganas de nuestro próximo encuentro. Te adelanto que será desde un lugar diferente, en un momento distinto ya que estoy a las puertas de un nuevo capítulo. Te iré contando los planes, ya sabes van cambiando todo el rato.

Adiós.

Gabriela.

 

Gabriela Eguizabal

Colaboradora de Bonding

Psicóloga y Psicoterapeuta Humanista Integrativa.

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