Habitando mis márgenes: ser hombre en relación de diferencia

01/01/2006

“Para nombrar el mundo hay que ponerse en juego en primera persona. Ponerse en juego en primera persona quiere decir arriesgarse a juntar, también cuando se habla o se escribe, la razón y la vida…”

Mª Milagros Rivera Garretas

Yo soy un hombre. Comparto la vida con una mujer. Esa relación es lo más importante de mi vida, esa relación es mi gran maestra.

Yo soy un hombre y esa es mi primera seña de identidad. Ese cuerpo de hombre media en mi relación con el mundo, me asigna experiencias sociales particulares, que generan ideas, sentimientos, actos e historia también diferentes . Me impone una ubicación en el mundo simbólico.

Yo soy un hombre “feliz de la vida” y lo he conseguido todo con relativa facilidad: libertad, seguridad, éxito, amor propio, amores, suerte, poder y hasta la publicación de este artículo…

Yo soy un hombre de izquierdas que me rebelan las injusticias y me conmueven las subversiones.

Yo soy un hombre funcionario, profesor que enseña historia, historia de hombres, también de mujeres. Así, de vez en cuando, rescato a mujeres de la historia, lo que me convierte casi en un héroe social para mis alumnas. Me gusta enseñar, pero, sin duda, me gusta más aprender.

Yo soy un hombre que algún día seré padre, que tendré una criatura a la que deberé acompañar en su hacerse hombre o mujer.

Yo soy un hombre con mucha suerte. La suerte de ser hombre y conocer en mi vida a mujeres inmensas. También a algún hombre.

Yo soy un hombre que pienso. Yo soy un hombre que siento.

Yo soy un hombre que tiene muchos silencios que convertir en palabras y muchas palabras que transformar en silencios atentos.

Yo soy un hombre que está escribiendo de nuevo este artículo porque el primero que redacté, al leérselo a mi compañera, me dijo que no me reconocía en mi escrito y ni yo mismo me encontré. Desde ahí, desde esos lugares, he venido siendo hombre, desde el privilegio, desde el centro del mundo. ¿Pero quién me manda a mí, hombre de izquierdas, feliz y seguro, cuestionarme mi manera de estar y ser en el mundo, a exponerme y además en este artículo? El amor. Esto es una historia de amor y conflicto, amor y conflicto en la relación con Laura, mi compañera de vida, y amor y conflicto conmigo mismo. A ver si soy capaz de explicarme…

Cuando Laura salió por primera vez de la Fundación Entredós, una tarde de noviembre de 2002, vi en sus ojos que algo importante le estaba sucediendo, algo que iba a transformar nuestras vidas. Era otoño en Madrid. Y, no por casualidad, era el otoño del patriarca… Con las mujeres del Entredós, con Elena de la librería Mujeres y con Laura de mediadora, descubro el pensamiento y la práctica de la diferencia sexual y el orden simbólico y amoroso de la madre. Lo que me lleva a este pensamiento son sus herramientas amorosas para relacionarme en la vida, “para dar y dejarme dar”, que diría sabiamente Mª Milagros Rivera, en su Mujeres en relación , que se convierte en mi libro bastón desde que leo sus primeras frases.

Vivir en relación con una mujer es vivir la diferencia sexual veinticuatro horas al día. En ese compartir la vida empiezas a darte cuenta de que habitar cuerpos diferentes es casi como existir en dos culturas distintas, como si fuéramos dos especies evolutivas dispares. Alguna vez, medio en broma, le he dicho a Laura que los neandertales no se extinguieron, que los hombres inventamos esa historia para que nadie nos descubriera y que sólo fueron las mujeres las que evolucionaron a sapiens. Sea sapiens o neandertal lo cierto es que, para mí, no es fácil vivir en relación de diferencia y debo orientarme después de millones de años vagando por la sabana. Deseo aprender para entender a mi compañera y para entenderme a mí en el mundo sexuado, para convivir. Esa falta de completo entendimiento bajo el mismo techo, ese no dar ni dejarme dar, pudo hacer que nuestra relación perdiera su sentido. Y no es fácil verlo, porque mientras tanto yo he seguido siendo tan feliz. Así que he necesitado herramientas que me sirvieran de mediadoras para el intercambio libre en convivencia, para convertir un conflicto cotidiano en un acto político y no porque sí, sino por amor a la relación y para mejorar la vida.

¿Pero con qué herramientas me voy a pensar y resolver mis conflictos? No puedo pensarme con las “herramientas del amo”, que diría Audre Lorde , busco una manera de pensar que sea una nueva manera de vivir. Y uno no puede seguir pensándose desde el centro, ya que desde la posición dominante nunca se quiere cambiar nada. Lo que suelo explicar en las clases de historia respecto de los movimientos obreros (no es posible que se puedan pensar desde la ideología burguesa) me lo debía aplicar a mí mismo. Necesito otro camino, un sendero luminoso que me aparte de mi ser hombre patriarcal, un camino que me lleve más allá, hacia la frontera de su orden simbólico.

Otro lugar desde donde habitar la vida. Encontrar ese otro lugar ha sido para mí el acercarme al orden amoroso y simbólico de la madre. Habitar mis márgenes fronterizos es descubrir lo que me impide relacionarme sin fin, lo patriarcal que aún conservo, lo que se resiste en mi lento caminar hacia la frontera, lo que se ha escondido dentro de mí, con o sin mi permiso, para utilizar mi cuerpo como su mejor vehículo.

Cuando Remei Arnaus me llamó por teléfono para que escribiera este artículo, tuvo la virtud de generar confianza por todos mis poros. Cuando hablaba con ella sentí, a la par de las gotas de sudor por mi frente, la ilusión, el agradecimiento y el sentido de la responsabilidad política que tengo como hombre de ir aprendiendo a hablar al mundo y a mí mismo de otra manera. Asumía la necesidad de narrar mi experiencia, para sentir que no estoy sólo, que me acompañáis en esta búsqueda del camino para seguir buscando; para expresar que soy transformable y que sueño con realidades; para que el sentido libre de mi ser hombre tenga cabida en este mundo abriendo espacios relacionales reales y simbólicos, sin necesidad de esperas interminables; para amar mejor. Sé que otro mundo es posible en mí, que si yo decido cambiar, algo se mueve en el mundo y así se hará evidente que yo también soy mundo .

Buscando palabras, rompiendo silencios

“Tengo miedo de decir quien soy, porque en el momento en que intento hablar, no sólo no expreso lo que siento, sino lo que siento se transforma lentamente en lo que digo..”.

Clarice Lispector

Formo parte de un grupo de hombres. Entredós, que siendo un espacio de y para mujeres y donde hacer política de mujeres, “frenar la barbarie y abrazar la vida”, que diría Tania en las presentaciones de las actividades de los miércoles , es tan inmensamente grande que ha sido capaz de aunar deseos masculinos para que fundemos un grupo de hombres. El grupo se fragua esos miércoles cuando empezamos a entrar en relación Fernando, Javi, Manolo, Carlos y yo. Necesitábamos un espacio, que no existía en nuestras vidas, donde empezar nuestra propia búsqueda y volvimos simbólica y físicamente al hogar, a reunirnos al calor del fuego de nuestras casas. Buscamos nuestro sentido libre de ser hombres en relación para transformarnos partiendo de nuestra experiencia. En el grupo, el pilar del silencio masculino con los demás y conmigo mismo se está fragmentando. Así, hablar de nosotros entre nosotros es, por el momento, lo más importante. Compartir las palabras nos lleva a conquistar la confianza entre hombres. En esas palabras que nos tocan, que hablan desde nuestra experiencia, tenemos nuestro primer referente masculino. Al compartir y resignificar nuestras experiencias aprendemos a construir desde el partir de sí.

La cuarta reunión del grupo de hombres se antojaba diferente. En ese encuentro debíamos describir los rasgos patriarcales que todavía conservamos. Algo notaba distinto cuando se acercaba el día señalado y rehuía tiempos y espacios para escribir sobre el tema propuesto y para comentarlo previamente con Laura como en las sesiones anteriores. El folio no era un espejo, sino que más bien era un muro que se negaba a devolver mi imagen y que me robaba la palabra. Era la primera vez que teníamos que partir de nosotros mismos, ponernos en cuestión y con nuestra experiencia intentar generar cultura. La primera vez que debíamos asaltar nuestro viejo Palacio de Invierno… La idea de escribir partiendo de mí me estaba estremeciendo porque, al fin y al cabo, no sólo es hablar de mí, sino que implica mirarme dentro y también despegarme, irme de mí, para encontrarme no sé dónde, no sé qué. Partir de mí es saber que mi cuerpo es mi casa, es saber desde dónde o de quién hablo cuando hablo de mí. La idea de cuestionarme me paraliza, sin embargo, una intuición cinematográfica contribuyó a que iniciara la tarea. Consideré que llevaba inscrito en lo más profundo de mí, un patriarca, un Alien… Estaba infectado. Y siendo así ¿cómo saber de mí? ¿cómo descubrir todo lo que el octavo pasajero esconde en mí? Uno no se convierte de la noche a la mañana en Sigourney Weaver, por lo que no sé si iba a ser capaz de verbalizar mi porción de patriarcado correspondiente delante de otros hombres, ya que para ponerme en juego debía saber que mi propia forma de pensarme y de sentirme podía ser un instrumento más del Alien para perpetuarse. Saber de mí no es tarea fácil en un mundo construido a mi medida. Necesitaba el abracadabra que me abriera por dentro, que hiciera visible lo invisible, que me humanizase. Una vez más, el feminismo de la diferencia me daba la clave para auscultarme por dentro y por fuera. Saber de mí era analizarme en relación, esa era la palabra mágica que buscaba ansioso. Yo soy yo y mi relación con los otros y con las otras y con mis otros yo. Por otra parte, no sé si la seducción de hablar en abstracto me podía llevar a no ponerme en juego. De hecho, he empezado de nuevo con este artículo para intentar abandonar la abstracción en la que me sumergí en el primer intento. He tenido que tener especial atención con los tiempos verbales porque inconscientemente se me imponen en pasado, como alejando en el tiempo aquello de lo que hablo, o con los pronombres que se obstinan en aparecer en tercera persona o en la primera del plural… ¡Ya está! Esa resistencia delata mi primer rasgo patriarcal: no querer ponerme en cuestión. Pero ya lo he descubierto. Por tanto, cada cosa que piense, que hable, cada línea que escriba desde mí será un paso adelante. Escribir es una forma de poder nombrarme.

Atreverme a decir libremente

“Siento, luego puedo ser libre…”

Audre Lorde

Me he dado cuenta al escribir este artículo que partir de mí no es sólo un punto de partida, sino que es un camino de conocimiento desde dentro, es remitirme al origen, conectarme con mi ombligo para dejarme dar por mi propia experiencia. De esta manera empecé a buscarme en mi infancia. Mi padre murió cuando yo tenía apenas cuatro años y pocos son los recuerdos que conservo de él, aunque, ciertamente, no sé si pertenecen a mi memoria o son las cosas que me han contado. Mi mundo, a excepción de mi tío abuelo, era plenamente femenino, mi madre, mi tía abuela, mi hermana. Los valores relacionales de toda mi casa eran del universo amoroso materno. Ellas eran las que organizaban los espacios, los tiempos, los trabajos, los amores.

Desde la infancia hasta empezar la universidad, mi cuerpo no respondía a ese vigor masculino que se presupone al varón: era bajito, enclenque, tardé en crecer, en tener cuerpo de hombre. Era sensible, pero, poco a poco, aprendí a ocultar mis emociones. Yo, de pequeño, lloraba frecuentemente en la escuela. Todavía recuerdo con angustia cada vez que escuchaba al maestro pedirme el nombre de mi padre muerto para rellenar los datos de mi ficha y sentía un dolor tan hondo que me era imposible controlar el llanto. La risa de los compañeros ante la sensibilidad que mostraba me hizo ir reduciendo lágrimas. Esas risas estaban sembrando en mí el miedo a mostrarme. El llanto se completaba con la vergüenza. Sentía y todavía siento esa extraña sensación por cualquier cosa: se me enciende el rostro, es como si el cuerpo me delatara lo que estoy sintiendo, como si el cuerpo se resistiera a ser utilizado como escondrijo.

Así que me hice el fuerte en el espacio público, aunque seguía siendo el mismo en las “faldas” de mi madre. Aprendes a falsearte para poder mantener una imagen exterior, pero dónde está límite… Hacerme el fuerte significa no ponerme en juego ante los demás y, al final, lo que es más grave, ante mí mismo como realmente soy. En la escuela, me hicieron sentir, además, que ser hombre era algo importante. Tanta trascendencia se le da, que te sientes con poderío para hacer lo que quieras, pero siempre en competitividad con los otros. Aún recuerdo la lucha que nos inculcaban para alcanzar el primer puesto de la clase, avanzando o retrocediendo de pupitre según se contestaba a las preguntas del maestro. Educado para competir, la confianza en los demás se difumina y se presenta como poco recomendable cualquier petición de ayuda o muestra de duda o debilidad. Las letras nos las enseñaron a base de palmetazos y el problema no era sólo didáctico, sino que era la misma vida la que estaban mezclando con la violencia. El hostigamiento de los maestros se traducía en el enfrentamiento en el patio, con continuas peleas y extorsiones entre los niños del colegio. La ley del fuerte frente al débil, la vida con sangre entra. Aunque, afortunadamente, mi cuerpo y yo éramos ajenos a esas peleas y cuando el asunto se enturbiaba siempre quedaban las piernas o recurrir a mi hermana que me defendía con palabras…Uno crece, casi sin darse cuenta, copiando ese modelo y se encuentra con unas dificultades emocionales que influirán en la manera de relacionarte.

En la adolescencia, mis amigos eran fundamentalmente hombres y la política lo era todo para nosotros. El marxismo nuestra razón de ser. Creíamos fervientemente en los alemanes barbados y en dar un golpe de estado para tomar el poder y transformar el país. La relaciones con las mujeres no estaban bien vistas, quedando nuestra amistad por encima de ellas, pero yo, quizás al incorporarme más tarde al grupo, tenía una licencia para amar, una pequeña puerta abierta al amor…Eso sí, lo importante era lo importante. Y a mi, empeñado en la urgencia de cambiar el mundo, se me olvidaba la importancia de mi revolución interna. Mi propio golpe de estado tardaría en llegar.

La universidad me cambió de ciudad, me separó parcialmente del grupo de amigos y compartí el piso y la vida con otros cuatro amigos en lo que fue un gran aprendizaje sin demasiados conflictos. También redescubrí el universo femenino, semioculto en la adolescencia, mediante el amor. Me enamoré de verdad por primera vez. Mi discurso de emancipación mundial chocó de plano con la práctica amorosa, que era la que me podía liberar y abrir las puertas de mi cuerpo. Con ella, con una mujer, empecé a aprender lo que es vivir intensamente la vida, aunque emergieron pronto las dificultades. Me viene a la memoria mi ausencia de compromiso, que hacía que viera, a veces, la relación como un obstáculo a mi libertad, por más enamorado que estuviera, una libertad basada en la individualidad, sin compromiso, sin responsabilidad. Una libertad en lucha constante, en competitividad con el amor, un falso deseo de independencia física y emocional, un fraude de libertad, atreviéndome a hacer un símil con el libro El fraude de la igualdad de Milagros Rivera . Fue ese amor el que me hizo más viable en aquellos años y al que estaré agradecido toda mi vida. Sin embargo, no fue fácil transformarme y por mi parte seguía con mis resistencias y la defensa numantina de mi laberinto interior. Un dédalo que no es más que una armadura temerosa de los otros y otras que me impide conocerme y me sumerge en una incapacidad de dar y dejarme dar. Me creí que ser hombre era una vivencia exterior, un “verse vivir desde fuera” como dice María Zambrano, con unos beneficios sociales asegurados. Ser hombre así considerado se convierte en una losa, en un empobrecimiento del ser y uno se siente frustrado paradójicamente por los mismos resortes con los que gana acceso al “prestigio social”. Y no es fácil ver los privilegios cuando los posees desde el nacimiento. Ha sido al acercarme al orden simbólico de la madre cuando he podido percibirlos y sentirlos como carencias, para después empezar a transformar esa carencias en deseos, como siempre dice Milagros Montoya.

Tengo una hernia discal que es una factura y una fractura del cuerpo por no escucharlo. Todo empieza cuando me secuestro para preparar las oposiciones de secundaria y soy capaz de hipotecarlo todo -amor, cuerpo, deseos, tiempo- por tener una plaza de funcionario en la enseñanza secundaria, convirtiendo mi cuerpo en una máquina. Las oposiciones son la mejor metáfora del sistema, la mejor metáfora de mí mismo en ese momento. Puse todas mis mejores energías en ello, abandonándome, sin saber compaginarlas con la vida. Pero, trabajé mucho y conseguí la plaza y pude recuperar, en gran medida por la suerte de ser hombre, casi todo lo que había apartado de mí. Y como herencia tengo una hernia de disco, cuyo dolor despierta cada vez que, como entonces, me separo de la vida.

Pero, tenía trabajo para siempre y empiezo una vida nómada por institutos de Badajoz, Sevilla y Algeciras.

Y me vine de Algeciras a Madrid invitado por Laura, mi amor revolucionario en todos los sentidos (nos habíamos enamorado años atrás en Cuba). Pedí una comisión de servicios por amor y me la dieron (aunque mi primera respuesta fue decir: “Yo, a Madrid, ni loco”. Es curioso que mientras sé que tengo que aprender a decir más que sí, Laura me confiesa que está aprendiendo a decir más que no). Me traje para vivir con ella todos mis desórdenes sentimentales y relacionales. Sin embargo, ahora, gracias a vivir la relación de otra manera veinticuatro horas al día, puedo nombrarlos, saber de dónde proceden, saber que son parte de mí. También son los causantes de los conflictos, evidentemente. Al vivirlos en relación de diferencia ya dejan de estar menos ocultos y una vez que están fuera puedo comprenderlos, abrirles puertas para compartirlos y desplazarlos con el aprendizaje de un nuevo orden, construyendo sobre ellos. Comprendo ahora a qué se refiere Milagros Rivera con eso de que “no hay que desaprender nada”. Pero, no es sencillo, los desórdenes los traía y todavía los tengo bien cubiertos de silencio, un silencio que violenta al ser incapaz de comunicar. De ahí que, a veces, me bloquee emocionalmente y sea incapaz de mostrar libremente mis sentimientos. Me cuesta mucho poner sobre la mesa los conflictos, saberlos ver y, en esos momentos, temo la pregunta de mi compañera de “qué te pasa”, porque mi respuesta primera suele ser “no me pasa nada”. Ella insiste: “Algo te pasa, que te conozco”. Y yo pretendo dejar zanjada la cuestión con un “no se qué me pasa”. Con mi “no se qué me pasa”, donde parece que no digo nada, estoy diciendo mucho de mí, tanto como que soy incapaz de saber qué me pasa cuando me pasa algo. Así, debería completar la frase con “no sé que me pasa porque no me conozco, pero sé que me pasa algo”. Lo cierto es que al llevar tanto tiempo escondiéndome de mis sentimientos verdaderos, he aprendido a no exteriorizarlos, a no nombrarlos, a hacer como si no existieran, a no saber o no querer identificarlos. No puedo exigir ese esfuerzo y esa responsabilidad a otra persona más que a mí mismo, por lo que intento, cada vez más, poner voz a mis conflictos. También sé que ponerlos en relación es un paso más en mi ser libre, porque reconozco y doy sentido contemporáneamente a mi deseo y a mis contradicciones.

Es con este bagaje con el que me enfrento a vivir en relación con una mujer. Pero, paralelamente a todo este proceso de ponerme en juego, me sobreviene una desvalorización de mí mismo, un complejo de culpa que creo que no son más que recursos del bicho en su resistencia a verse relegado. Al sentir esto, como mecanismo de defensa, me niego a asumir esos defectos de “fábrica” y procuro entonces proyectarlos, trasladar la culpa. En la casa es donde la diferencia ya no tiene escapatoria y donde la política no tienen espera. No comprendí esto hasta que lo viví, porque tenía confundido el concepto mismo de política. Recuerdo que una vez discutiendo con Laura sobre mi falta de cuidado del hogar, se le ocurrió que contratásemos a alguien(yo creo que me lo decía sólo como medio de presión), y a mi no me pareció bien, no consideraba justo contratar a una persona para que realizase nuestras/mis tareas.

Lo que era capaz de ver en la otra persona supuestamente contratada, es decir, alguien que salvara lo que yo no quería hacer, era incapaz de verlo en mi compañera. Era incapaz de otorgar el estatuto de político a mi no hacer, a mi falta de cuidado del hogar, que significaba que las cosas que yo no hacía alguien las estaba haciendo por mí. Le dije, incluso, que no participaba más en la casa porque ella no me dejaba sitio, proyectando en ella mis incapacidades, buscando su responsabilidad sin asumir la mía.

Cuando otro día, Laura se dirigió a las macetas de nuestra terraza como sus macetas, la rabia me hizo saltar y decirle que cómo llamaba a nuestras macetas sus macetas, y ella me lo explicó claramente, como me explica todo, regalándome otro concepto de propiedad privada. Eran sus macetas porque las cuidaba, les hablaba y las regaba. Ahí, empecé a comprender que era yo el que me apartaba de las macetas y su propiedad no implicaba privarme a mí ni de la tierra ni de las flores. Empecé a tener conciencia de lo que significa el cuidado, a mirar de otra manera lo cotidiano. Ahora, las cuido, las alimento y son mis macetas también. Gracias a ella, he sentido la necesidad, convertida luego en deseo, de que el espacio privado se adentre en mí, de ponerme en el centro de la casa.

No hay nada que desordene más y que, a la vez, ordene que dar y dejarse dar por el amor en relación de diferencia. Y eso es lo que me está pasando en mi compartir la vida. Es el amor el que me ofrece la mediación, el que me da la “libertad relacional”, que diría Lia Cigarini . Es una experiencia de libertad, como nunca he tenido, viendo la relación no como un obstáculo, sino como un proyecto compartido de vida, como un compromiso. He sentido, como hombre que soy, mucho amor hacia mí mismo, y no digo que eso no sea bueno, pero es que ese amor propio me puede limitar el amor sin fin a los y las demás, despojándome del mejor instrumento de relación y de transformación. Debo aprender a amar mejor y no tengo demasiados referentes amorosos masculinos donde fijarme. Es la política de las mujeres la que me ofrece herramientas para ello. El amor “debe ser político” como dice Milagros Rivera , para hacer las debidas mediaciones en mi vida, para acordar convivencia y libertad , para dejarme transformar por él.

De esta manera, la práctica y el pensamiento de la diferencia me dan las claves para intentar encontrar el sentido libre de mi ser hombre. Me ofrecen los ingredientes de una receta para vivir intensamente la vida en relación de diferencia: el sentido de la diferencia sexual, la política del deseo, partir de sí, reconocer autoridad femenina, relaciones sin fin, libertad relacional etc. Asumir y vivir el orden amoroso materno en mi cuerpo masculino ya es un nuevo orden simbólico en mí, ya es hacer diferencia, un orden elegido y no impuesto. Necesito estar en ese orden para que mi diferencia sea riqueza. Porque de lo que estoy seguro es que la sola comprensión de mí mismo no produce efecto alguno. Por eso sé que tengo que trabajar las consecuencias del partir de mí, traduciéndolas en cambios, y rescatar lo irredento de mí, lo que el patriarcado nunca ocupó ni me expropió. Sé que todo sucede más rápido en mi cabeza que en mis relaciones y que sostenerme con el pensamiento antes que con la práctica es errar de nuevo.

Yo soy un hombre que me estoy tomando la libertad de ser libre en relación de diferencia para vivirla cada día.

RIVERA GARRETAS, Mª Milagros, Nombrar el mundo en femenino, Barcelona, Icaria, 2003, pág. 12.

Como dice Alessandra BOCHETTI, en su libro Lo que quiere una mujer, Madrid, Cátedra, 1996.

RIVERA GARRETAS, Mª Milagros, Mujeres en relación, Barcelona, Icaria, 2003, pág. 69.

LORDE, Audre, La hermana, la extranjera, Madrid, Editorial horas y HORAS, 2003, pág 115.

Como dice Ana MAÑERU en SOFÍAS, Escuela y Educación. ¿Hacia dónde va la libertad femenina?, Milagros MONTOYA (Editora), Madrid, Editorial horas y HORAS, 2002, pág. 57.

LISPECTOR, Clarice, Cerca del corazón salvaje, Madrid, Siruela, 2002, pág. 30.

Los miércoles, en la Fundación Entredós de Madrid (entredos@unapalabraotra.org) tiene lugar un espacio llamado “En femenino y en masculino”, nacido del deseo de Tania RODRÍGUEZ MANGLANO y sostenido por ella y por Milagros MONTOYA, de construir puentes entre los sexos. Ese día se abre el Entredós y este espacio en particular a los hombres, lo que es un verdadero privilegio que los hombres que lo disfrutamos agradecemos infinitamente.

LORDE, Audre, op. cit., pág. 16.

RIVERA GARRETAS, Mª Milagros, El fraude de la igualdad, Barcelona, Planeta, 1997.

MONTOYA RAMOS, Milagros, “Donde la sociedad ve carencias, yo leo deseos”, Cooperación educativa, Kikirikí, nº 70, sep-nov de 2003, donde toma esa expresión de Anna María PIUSSI.

CIGARINI Lia, “Libertad relacional”, Duoda, nº 26 de 2004, pág. 85-90.

RIVERA GARRETAS, Milagros, La violencia de tantos hombres contra las mujeres, Inédito, pág. 11, de su ponencia en la Fundación Entredós, en Madrid, el 16 de junio de 2004.

Este es el sentido que Luisa MURARO ofrece de la política en la entrevista de Viviana Erazo, “Che cosa ci sta capitando?, Cotidiano mujer, nº 37, mayo-julio de 2002. Visto en Gemma DEL OLMO CAMPILLO, en su Tesis Doctoral, aún inédita, Lo divino en el lenguaje, leída en la Universidad Autónoma de Madrid en julio de 2004.

Publicado en Revista d’estudis feministes

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