El Poder Sanador del Amor
08/03/2024
Después de toda una vida trabajando como ingeniero y de unos fructíferos años sabáticos, completé hace tres meses mi formación como Counsellor en el Instituto Galene de Psicoterapia Humanista Integrativa. Una vez divorciado y cuando mis dos hijos ya eran adolescentes, la vida me llevó a mudarme a España.
Después de una dura adolescencia, mi hijo mayor (actualmente de 30 años) fue diagnosticado de Esquizofrenia, lo cual ha sido el dolor más grande que he tenido en la vida y a la vez una cruz que he cargado desde entonces como padre. Él ha sido también para mi, además de un gran maestro, una gran inspiración para adentrarme en la psicología.
Lo que le debo a Galene y a su profesorado, no tiene precio. Sin exagerar, le debo la vida de mi hijo, ya que Galene luego de cruzarse en mi vida un día, me dio el conocimiento para poder entender lo que le pasaba a mi hijo y poder llevarlo por el camino (hasta ahora) correcto.
Comparto aquí las líneas generales de su caso, porque me parece que puede ser interesante para quienes se dedican a esto de la salud mental y, más aún, puede eventualmente ayudar a padres tan perdidos y desesperados como lo estuve yo con la situación de mi hijo, que llevaba 10 años coqueteando con la locura y el suicidio.
Siempre estuve cercano a él, pero mi ayuda era “limitada” y más que nada, confiaba en que los especialistas en cuyas manos él estaba, pudieran ayudarle. Mi psicóloga de muchos años atrás, de orientación psicoanalítica, siempre me decía: “La Esquizofrenia no se cura. Su hijo nunca será independiente”. Sus palabras siempre me sonaron a una sentencia que nunca quise aceptar.
Desde que inicié el camino en el Master de Galene, empecé a analizar la situación de mi hijo y, sobre todo, su historia como pre-nato, bebé, niño, adolescente y ahora adulto. Por su parte, a pesar de estar en manos de psicóloga y psiquiatra, él nunca remontaba. Su máxima expresión de bienestar, luego de sus repetitivas crisis, era “estoy tranquilo”, pero cuando en estos últimos años yo le visitaba y podía hablar más profundamente con él, aparecía el lado duro y real de su discurso público… que vivía angustiado, lleno de miedos, y que su vida era en realidad miserable y que siempre le tenía preguntándose si merecía la pena vivir así. Eso, escuchado de él durante largos años y con el dolor que puede suponer para un padre, me había llevado al punto de entender su desesperanza y aceptar que algún día el pudiera decir “ya no más”… Es así como cuando estaba realmente mal, me llamaba y yo intentaba darle contención. Esta contención, según avanzaba yo en el Master, se transformó en un entendimiento paulatino de lo que le pasaba, del origen de sus miedos y sus angustias, todo lo cual no menguaba, por más que estaba en manos de supuestos buenos psiquiatra y psicóloga (ya no sé si terapeuta).
Es así como hace 4 meses, porque la vida es así de milagrosa, me llamó a mitad de una noche en la que justo había encendido el móvil que normalmente yo dejaba apagado. Él estaba muy desesperanzado. Llevaba años esforzándose por mejorar y no lo conseguía, y ya no quería seguir viviendo así. Me contó que todo le parecía un sueño, que la vida era un sueño, que yo era un sueño y que pensaba que se estaba volviendo loco. Correlacionamos eso con los traumas de su infancia provocados por seguir las indicaciones del pediatra de dejarle llorar por las noches hasta que se durmiese (nunca lo consiguió). Hablamos de la desconexión de las emociones, del cuerpo y de los mecanismos de protección mentales. Hablamos de sus miedos y los correlacionamos con aquel miedo existencial del abandono, el miedo a la destrucción y autodestrucción producto de una rabia arcaica que nunca se ha permitido liberar y que cuya fantasía no ha hecho más que potenciarlo. Pusimos varias cosas en contexto y él las entendió. Esa noche se tranquilizó. Ese día (más bien noche), así como tantos otros, conseguimos pasar la crisis. Siguieron pasando los días, hasta que un día hablando de todo y de nada, me dijo que desde que habíamos hablado de lo de la disociación, nunca más había tenido esos pensamientos tan perturbadores, que antes eran recurrentes. Eso me animó y me empoderó.
Seguí hablando con él en plan “terapia”, indagando, explicándole lo que le pasaba en su mente, los por qués. Todo eso le tranquilizaba. En sus momentos de absoluta desesperanza y estado culposo, yo le llegué a decir “hijo, tú no tienes culpa de tener la vida que te ha tocado, si acaso aquí los responsables de ello somos tu madre y yo”. Eso le tranquilizó mucho y lo agradeció. En nuestras conversaciones llegó a contactar con sus heridas y traumas, pero no podía expresar las emociones de rabia y de tristeza, le sobrepasaban. Le hablaba de su niño y el trabajo de sanación que él debía hacer, con ayuda de un terapeuta que pudiese darle buena guía y contención. Conmigo no conseguía abrirse tanto, ni quería, ni creo que me haya correspondido por ser su padre y parte implicada, aunque siempre le dije que contase conmigo para todo eso y que si su rabia era conmigo (que la habría), que yo estaba preparado para recibir todo eso y sostenerle igualmente.
Cuando él me hablaba de sus sesiones con su psicóloga, empecé a darme cuenta de que no eran acertadas, que no le estaban ayudando realmente, que no había intervenciones ni devoluciones, que solo era un desahogo emocional momentáneo y ligero, ante una actitud muy pasiva de su terapeuta.
Yo ya tenía a un nuevo terapeuta en la cabeza para él, un profesor del Master. Se lo comenté a mi hijo, pero en ese momento éste no le resonó. Al tiempo, según entrábamos más en su problemática e íbamos poniendo cosas en su sitio (que no sanando aún, pero al menos entendiendo el origen de sus conflictos y patrones), creo que gané confianza en él y aceptó mi recomendación. Contacté al terapeuta, lo puse en contexto y accedió a ver a mi hijo. Desde la primera sesión mi hijo conectó con él. En 4 meses de terapia (y ya desde el primero), mi hijo avanzó lo que no pudo en muchos años con esa otra psicóloga.
No obstante, el tema medicamentos no lo seguía viendo bien yo. Me parecía que estaba tomando cosas que no necesitaba (antipsicóticos) y, no estaba tomando cosas que sí necesitaba (ansiolíticos para calmar su intensa y limitante angustia diaria), a pesar de mi hijo trasladarle siempre a su psiquiatra su angustia diaria y permanente. Los dos nos empezamos a cuestionar su tratamiento y quisimos confrontar a su Psiquiatra, pero éste (afortunadamente) no estaba disponible por estar de vacaciones. A todo esto, sus sesiones de control duraban pocos minutos y se basaban en tres preguntas básicas: “cómo estas durmiendo, tienes novia, tienes trabajo?”. No había interés de parte del Psiquiatra, de ahondar en la problemática de mi hijo. Y las recetas se renovaban y así las dosis diarias de antipsicóticos, antidepresivos y reguladores del ánimo. Por unos ocho largos y desesperanzadores años.
Finalmente conseguimos un nuevo psiquiatra que nos daba confianza, jefe de la Unidad de Bipolaridad del Hospital Psiquiátrico de una de las dos mejores universidades del país. Éste psiquiatra, que resultó ser muy amigo del que veía antes mi hijo, en 30 minutos de entrevista, tiró por el suelo el tratamiento de su colega, amigo y compañero de universidad. Cambió el diagnóstico a solo trastorno del ánimo, y le quitó desde ya el antipsicótico y de manera progresiva el antidepresivo, y le incrementó de manera progresiva el regulador del ánimo, y le dio un ansiolítico de mañana y noche. Yo estaba más que feliz y nos fuimos a celebrar. Mi hijo no lo estaba tanto y es de entender la desconcertación, rabia y todo tipo de emociones que te pueden surgir ante semejante situación, como primer afectado. Él llevaba unos 8 años tomando una medicación que lo tenía tumbado, estancado, hundido, que no le permitía avanzar y que lo tuvo al borde de sucumbir muchas veces.
Han pasado 3 semanas desde entonces y mi hijo, desde el día siguiente de esta visita al nuevo Psiquiatra, es otro. Ya casi ni siquiera toma el ansiolítico, solo en muy raras ocasiones. Dejó inmediatamente de emborracharse cada tarde-noche para evadirse de su pesadilla, duerme mejor, se despierta más pronto y más animado, tiene otra expresión en la cara, su voz ya no tiembla al hablar, su hipocondría ha disminuido al igual que sus alergias y tics (y tocs). Está más atento al mundo exterior y menos en el parloteo del drama que antes tenía y que ya no tiene. Aunque aún hay que romper y cambiar patrones de conducta muy arraigados en estos 8-10 años que han pasado, pero ahora solo tiene cosas que resolver y está en ello con su nuevo terapeuta.
Su química cerebral está “normalizada”, su mente funciona adecuadamente. Y su terapia es una bendición. Su caso (y el de muchos) hay que abordarlo en estos dos ejes. Ni el uno ni el otro son suficientes por si mismos, y eso lo demostraron los 3 meses de buena terapia con el nuevo terapeuta, pero con su cerebro funcionando de manera inadecuada por la falta de una buena medicación.
Mi hijo aún tiene un largo camino que recorrer, recuperar su autoestima y aceptarse a sí mismo, vencer sus miedos y recuperar las ganas de salir a la vida, resolver un Edipo no resuelto. En definitiva, salir de lo que ha llegado a conformar su zona de “confort” de todos estos años. Y para todo este trabajo de “sanación”, mi hijo está con un profesional como la copa de un pino. Y en manos de un psiquiatra hasta aquí implicado con su paciente y asertivo con su tratamiento.
Mi hijo ha sacado por fin la cabeza del agujero. Ahora le falta sacar el resto del cuerpo. El gran indicador de su recuperación, será cuando se haga independiente, porque es algo que representa muchos aspectos de sus actuales limitaciones, como la falta de autoestima, sus inseguridades y sus miedos. Pero está por fin trabajando asertivamente en ello en su terapia, además de contar con mi apoyo, guía y, por qué no decirlo, también con mi sutil presión (ya toca).
Cuanto profesional poco ético anda suelto por ahí. Y no estamos hablando de un constipado. Estamos hablando de la VIDA de una persona, que puede ir de la miseria y el suicidio, hasta su recuperación (autonomía diríamos en el Master).
Para mi, este tiempo con mi hijo, en el que he estado 24/7 con él durante ya tres meses, dándole soporte, conteniendo, a veces interviniendo cuando ha sido necesario y lo he visto claro, ha sido emocionalmente muy duro, muy desgastante, aunque totalmente satisfactorio y reconfortante dado el resultado que está teniendo. A lo mejor no lo habré hecho del todo bien, pero ha sido lo mejor que he podido hacer. He sido el mejor padre nutritivo positivo que he podido ser. Le he amado como nunca antes, y desde ahí, le he aceptado todos sus comportamientos, le he cuidado y protegido, para darle el mejor entorno de cuidado que he podido darle para su recuperación. Amor incondicional. Ese amor, que es tan difícil de dar porque somos humanos e imperfectos, me surgió desde las enseñanzas de la Psicoterapia Humanista de Galene, y desde la vocación y el rol de terapeuta… También he debido cuidarme cuando ha sido necesario y he podido, porque me he llenado de achaques y de unas contracturas musculares brutales por el desgaste emocional del acompañamiento 24/7. El autocuidado es importante y lo he vivido en mis propias carnes.
Han pasado 8-10 años de este calvario, que yo antes no supe manejar y que lo dejé en manos de supuestos buenos profesionales. Yo no pude entender lo que le pasaba a mi hijo y realmente ayudarle, hasta que no tuve los conocimientos (y experiencia), que me dio este Master de Galene. Si nunca llego a ejercer de Terapeuta (que sí quiero, pero aún no me lanzo), yo ya siento que este esfuerzo que he hecho a mis 50 y largos años, ya se ha justificado.
A quien le pueda interesar… y servir.
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