Deberían haberme advertido de lo que era tener hijos

01/03/2015

Deberian haberme advertido

Deberían haberme advertido que convertirme en madre lo cambiaría todo, pero que nunca querría volver para visitar a mi antiguo yo, ni un solo segundo. Deberían haberme avisado de que mi vida estaba a punto de adquirir una riqueza, una belleza y una plenitud tan grandes que al mirar atrás pensaría: «Pobre de mí. Ahí todavía no la conocía».

Cuando estaba embarazada todo el mundo me iba avisando de lo que se me venía encima. Me pasé la mayor parte de esos 10 meses (reconozcámoslo, el embarazo no sólo son nueve meses) aterrada. Me soltaban esas advertencias en cualquier momento y lugar: en la cola del supermercado, en la calle, al probarme unos zapatos y al salir de clase de yoga. Todo eran avisos de lo que estaba por venir, desde el espantoso dolor del parto hasta la sombra de mi antiguo yo en que me convertiría tras el nacimiento. Hubo momentos en los que me sentí como una presa en el corredor de la muerte, intentando obligarme a disfrutar de pequeños caprichos a pesar de mi talla y mi incomodidad porque, al parecer, esas alegrías se me acabarían pronto.

«Disfruta ahora de tu marido… Con el bebé estarás tan agotada que no podréis pasar tiempo juntos»; «Apuesta por un bonito bañador para el próximo verano, porque tu cuerpo no volverá a ser el mismo». PEOR aún fue lo que me dijo una doctora cuando le conté mis preocupaciones por el físico… «Tranquila, después de este embarazo adelgazarás, pero olvídate con el segundo. Estarás tan cansada que ni te importará».

Y ya sabéis mi favorita: «¡Duerme ahora que puedes!», o sus primas hermanas«Disfruta ahora de la tranquilidad», «Aprovecha para hacerte la manicura; puede que no te arregles las uñas en muuuucho tiempo» y «Nunca tendrás tiempo para ducharte», una de las clásicas. Pero, con todas estas temibles advertencias que me hicieron sentir que se acercaba el fin del mundo, se les olvidó advertirme lo que realmente iba a ocurrir.

Deberían haberme advertido que después de las horas de parto (la mitad de las cuales pasé con epidural, lo que facilitó mucho las cosas), la primera vez que vi su cara se me salió el corazón del pecho. Me deberían haber avisado de que se puede llorar de felicidad y, de hecho, es algo incontrolable cuando eres madre y sostienes a esa belleza en tus brazos. Así que te aconsejo que tengas pañuelos a mano y reservas de eyeliner resistente al agua.

Deberían haberme advertido de lo que era tener hijos

Deberían haberme advertido que querría a mi marido tanto por ser el padre de mi trocito de perfección que me olvidaría de cómo le quería antes. Que tendríamos discusiones, principalmente regañinas, pero que también descubriríamos formas tontas de pasar el tiempo juntos, como dar un paseo en coche por la ciudad escuchando su respiración en el asiento de atrás. Que nos saldrían nombres ridículos para llamarla y nos partiríamos de risa. Que mi marido por fin aprendería a tener siempre vino en casa y que sería lo más romántico. Que le escucharía decir: «Yo soy Papá. Pa-pá. Vas a decir Papá primero». Y que mi corazón, de nuevo, se derretiría como lava y se me saldría del pecho.

Me deberían haber advertido que comer un buen plato de comida sana produciría la leche suficiente para nutrir a mi hija. Que ni siquiera querría hacer dieta al principio. Que al oír al médico que con dos semanas había ganado suficiente peso -del alimento que mi cuerpo le proporcionaba- me sentiría más orgullosa que nunca. Que el único peso con el que me obsesionaría ahora sería el suyo, y que lo único importante sería su salud. Que podría volver a ponerme mis antiguos vaqueros en seis semanas, pero que estaría mucho más cómoda con leggings, así que no me preocuparía. Que mi marido me diría con frecuencia y con convicción lo sexy que me ve.

Deberían haberme avisado que a pesar del agotamiento, despertarme con ternura para ocuparme de sus necesidades sería lo más gratificante que he hecho nunca. Que cuando sólo estábamos las dos despiertas a las 4 de la mañana, gozaría de la tranquilidad del mundo entero, con el gato a los pies y la niña en el regazo. Y lloraría porque los días se escapan. Deberían haberme advertido que ver cómo empezaba a quedarle pequeña la ropa me rompería el corazón. Que algunos días la miraría simplemente durante horas y no me preocuparía por las fechas y los eventos. Que sus llantos y chillidos me molestarían, pero me harían entrar en acción. Y que cuando la calmara, me sentiría como una estrella de rock. Que dormiría. Quizá no todas las noches y quizá no muchas horas de seguido. Pero que mi mayor preocupación por el sueño sería cuando se me quedaba dormida en el pecho y temía que fuera la última vez. Que saborear su pequeñez se convertiría en un trabajo a tiempo completo y en el mejor que he tenido nunca.

Deberían haberme contado que podría hacerme la pedicura, pero que me sentaría en el salón de estética y escribiría mensajes de forma compulsiva a su padre para decirle lo que les echaba de menos. Que cogería una revista antigua y se me caería la lágrima. ¡Demasiada relajación después del parto!

Deberían haberme advertido que convertirme en madre lo cambiaría todo, pero que nunca querría volver para visitar a mi antiguo yo, ni un solo segundo. Deberían haberme avisado de que mi vida estaba a punto de adquirir una riqueza, una belleza y una plenitud tan grandes que al mirar atrás pensaría: «Pobre de mí. Ahí todavía no la conocía».

Este post apareció originalmente en Born to be a Bride.

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Este artículo fue publicado con anterioridad en ‘El Huffington Post’ .

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